Primero de una serie de cinco partes sobre “Porqué la fe es importante para la sociedad”

“Y procurad la paz de la ciudad a la cual os hice desterrar y rogad por ella a Jehová, porque en su paz tendréis vosotros paz” Jeremías 29:7.
Al conducir por cualquier ciudad se pueden ver campanarios, torres o cúpulas que sobresalen en el horizonte. Estos lugares de culto tienen como vecinos a comercios, empresas, gobiernos locales y residentes; los niños pasan caminando por alguna iglesia en su diario camino a la escuela. Sin embargo, al llegar el domingo, el propósito de esta toma un propósito espiritual que va más allá de lo que se puede ver en su arquitectura. Al igual que las personas religiosas que las dirigen, la diferencia que hacen en su comunidad se siente mucho más de lo que se puede ver.
Iglesias, organizaciones benéficas, asociaciones, clubes y otras organizaciones civiles sin fines de lucro forman una parte activa en el voluntariado. Es la sociedad civil y hace mucho del trabajo pesado en las comunidades. Todo el mundo puede participar en esta alianza.
La religión es a menudo la primera al cuidado y maestra en la vida de una persona. ¿Quién, sino una iglesia que da cada paso del camino para dar la bienvenida a un niño al mundo, impartiendo principios del bien y del mal, nutriendo de responsabilidad social, solemnizando las relaciones íntimas, dando sentido a la muerte, y perpetuando valores para las siguientes generaciones?
Una líder de filantropía dijo de su religión mormona: "No se puede ser miembro de esta Iglesia por mucho sin tener que aprender de liderazgo, hablar en público, tomar decisiones, discusión persuasiva, presupuestación, nutrición, influencia, el cuidado de otros, alfabetización, investigación, desarrollo de recursos, jardinería, conservación de alimentos, vacunas – y la lista sigue y sigue [1].
Multiplique esto por un pequeño porcentaje de los creyentes, y la influencia positiva crece de manera constante.
La raíz de la palabra civilización llena nuestro lenguaje político. Civilización, cívicos, civismo, civil, derechos civiles…, todos estos apuntan a cómo nos tratamos los unos a los otros en la construcción de un fin común. Es una cuestión de cultura más que de la ley, de deber más que de demanda. Y debido a que los seres humanos somos sociales y religiosos por naturaleza, un sistema político sano acomoda ambas capacidades. La sociedad y la iglesia, junto con todos sus valores y servicios que se extienden, a menudo se superponen.
La construcción de una sociedad civil comienza en el corazón y crece hacia el exterior. Edmund Burke dijo muy bien: "Para unirse a la subdivisión, hay que amar el pequeño pelotón al que pertenecemos en la sociedad, es el primer principio de los afectos públicos"[2]. De modo que según Burke, si no amamos a nuestra comunidad no podremos amar al mundo.
Una de las grandes pruebas de una sociedad civil es incluir a quien no es popular, a los marginados, los que miran o actúan de manera diferente. Este enfoque inclusivo requiere mucho trabajo; sólo el diálogo respetuoso y conversaciones constructivas pueden trabajar en el bien común. Aunque existe la fácil alternativa de la atomización, donde la gente deriva en islas de sus propios intereses y preocupaciones, el llamado es a involucrar, a pertenecer y no a disgregar.
La sociedad está unida entre sí por hilos muy diversos como para ser manejada por una sola entidad. Se necesita una gran cantidad de asociaciones para atender a una multitud. Pero las iglesias unen a la gente de una manera que ninguna otra organización puede. Están cerca de las personas a las que sirven y tienen una relación comprometida en la crianza.
El trabajo no reconocido de la sociedad se hace por un sinnúmero de personas que actúan de manera voluntaria para resolver un problema. Así como esas torres, campanarios o cúpulas que se miran en el horizonte, mezclados con los edificios y las capitales, cada persona tiene un papel que jugar, un talento para prestar y un lugar al que pertenecer.
[1] Sharon Eubank, “This Is a Woman’s Church,” FairMormon, Aug. 8, 2014.
[2] Edmund Burke, Reflections on the Revolution in France, 1790.
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